El abandono de la arquitectura vegetal y la nostalgia permanente
Quizá hayan sido las copas de los árboles el áncora primigenia ante el inicio de un aguacero tropical que empapa hasta los huesos o ante el abrazo calcinante del sol de la canícula. La ciudad las ha engullido y muchas, muchísimas, demasiadas, han desaparecido. Pero aún se conservan algunas valientes.
Todavía existen galerías vegetales en donde el sol adquiere tonalidades verdes a través de los filtros de clorofila y el murmullo de las hojas puede escucharse. Mangos, chivatos, lapachos, jacarandás, con sus balandranes de ramas, antiguos protectores de veredas y calles han sufrido en pos de nuestra vida moderna. Trucidados por el tendido eléctrico y la dominación de las autopistas que los elimina para desplegar el asfalto. Sólo algunos siguen en pie, llenándose de humo o escondidos en algún patio o jardín que los resguarde.
El verde del Paraguay es subyugante, aún hoy, luego del flagelo de centros comerciales y grandes calveros de estacionamiento. Cuando elevamos los ojos de la pantalla del teléfono celular, bajamos de la cápsula al vacío de nuestros automóviles y prestamos atención, descubrimos a cada paso los gordos pompones de verde que trepan en las murallas y espían a sus vecinos de las veredas que saludan a los transeúntes con un escándalo de pájaros en sus ramas. Jazmines, parras y santarritas se derraman de las pérgolas con el desorden propio de la vida y susurran tras la puerta cancel de algún zaguán.
Cada cuenta del rosario del año es una maravilla botánica. Cuando está mediando noviembre flota en el aire el perfume de mil flores de coco y volvemos a cada instante a nuestra infancia esencial de pesebres y clericó, lejos de la nieve artificial, el oropel made-in-china y el papá noel de importación. Durante el verano, mangos y bananos se doblan bajo el peso de sus frutas y en otoño se cargan el naranjo, el pomelo y el limón. Imposible resistirse a las acuarelas perfectas de los tajys en flor que cambian de ropaje, se ponen los vestidos de pimpollos y salen a pasear en las mañanas límpidas de un invierno que se va.
¿Qué pasó con nuestros barrios de antes, de veredas arboladas y murallas bajas, en donde nos conocíamos todos? Era posible pasar frente a las casas y saludar al vecino sentado en su galería, detenerse a preguntar por la familia y apreciar el buen crecimiento de los jazmines del jardín compartiendo un tereré.
Hoy tenemos esto. Barrios cerrados con guardias armados en las puertas. Casas con enormes portones ciegos y murallas coronadas con alambres de púa electrificados. Vivimos encajonados y nos enorgullecemos de haber ingresado al futuro dentro de las ratoneras de hormigón que importamos de algún lugar donde no hace calor, ni hay patios con árboles, ni cielos azules. Desechamos las galerías porque ya no tenemos el tiempo para disfrutarlas y es por esto mismo que perdemos los árboles.
Forzados a entrar en el gálibo de la globalización vamos encerrando el ore reko. Por eso se nos remueven cosas cuando nos enfrentamos a eso que creíamos relegado. No nos resistimos al sonido del chipero de las cuatro de la tarde, ni al aroma dulzón de los mangos de enero, se nos ocurren más frescas las sombras de las galerías de tiempos olvidados, caemos rendidos ante el vaho que sube de una jarra de cocido quemado con azúcar y poblamos nuestras fantasías con cielos azules filtrándose en el cedazo espeso de una enramada en flor.
Gracias por la invitación, me hice un paseito por barrio San Vicente en los años 70. El jardin de la mama con los sillones de mimbre y las charlas de las vecinas de camino a la misa de las 7...
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